
Vaya por delante que yo nunca he entendido qué es eso de ser “lefebvrista”. ¿Acaso Monseñor Lefebvre fundó alguna religión nueva o propugnó alguna herejía? ¿Alguna nueva ideología tal vez? Que yo sepa ese Obispo se limitó a defender la doctrina y la liturgia tradicionales de la Iglesia para garantizar la continuidad del sacerdocio católico y de la Fe, y aunque eso supuso la oposición de los sectores eclesiásticos más “progresistas” (i.e. modernistas), lo cierto es que él no aportó absolutamente nada en cuestiones teológicas o ideológicas de ningún tipo. Es por eso que no entiendo muy bien qué quiere decir eso de ser “lefebvrista”. Admiro la valentía y la firmeza de ese gran Obispo en la defensa de la Fe católica y de la liturgia tradicional, sí, pero ¿es eso ser “lefebvrista”? Bueno, pues si es eso, vale, lo admito, soy “lefebvrista” (lejos de mí pretender marcar distancias con Ms. Lefebvre, que conste). ¿Y qué pasa? ¿Es algo malo acaso? ¿Supone eso ser peor persona? ¿Le invalida a uno para ejercer algún tipo de profesión o cargo?
Pues bien, cuando uno tiene unas convicciones –sean las que fueren-, tiene que asumir que sus enemigos intenten atacarle por ahí. Los rivales siempre critican las cosas que uno hace o propone por sus resultados o expectativas, ofreciendo alternativas que consideran mejores; el rival es honesto y va de frente, no interesándole las cuestiones personales o las creencias del otro (salvo en lo que puedan afectar en algo a la materia que sí importa). El enemigo en cambio no está interesado en la crítica constructiva, sino sólo en hacer daño, y si puede dar un golpe bajo, no cabe duda de que lo dará. Por eso la coquilla se hace imprescindible cuando uno tiene un enemigo de estos enfrente. Y es que el enemigo muchas veces ni siquiera se busca; en ocasiones simplemente aparece, y lo que busca en uno es descargar sus frustraciones y complejos personales (y es que el enemigo no buscado –no así el rival- siempre suele serlo por culpa de esos complejos -de inferioridad, físicos, etc.- y esas frustraciones). La vida es así, qué le vamos a hacer.
Pues bien, para quienes somos etiquetados –artificialmente, lo repito y no precisamente por vergüenza- como “lefebvristas”, el que se arremeta contra nosotros precisamente a causa de nuestra fe (católica y nada más; católica tradicional si se quiere, aunque eso sea necesariamente una redundancia) es algo ante lo que debemos estar preparados. Los católicos estamos acostumbrados a persecuciones mucho más serias que esa a lo largo de la Historia, incluso al martirio por dar testimonio de la fe, y por ello la simple acusación de “lefebvrista” resulta tan poca cosa que uno no puede sino sonreír… Yo no me siento ofendido, sino más bien todo lo contrario (para mí ser lo que ellos llaman “lefebvrista” es, si acaso, un honor), pero lo más curioso es que esa acusación el enemigo supone que uno debería interpretarla como ofensiva; como si uno debiera sentirse atacado en su dignidad o no sé muy bien en qué… ¡Es como si uno debiera considerarse insultado!
En la acusación de “lefebvrista” pretende el enemigo situarle a uno en una postura radical, integrista, herética, sectaria, antipapal, inquisitorial, intolerante, fanática, “carca”, arrogante, antipática incluso. No sé muy bien obedeciendo a qué lógica –bastante irracional e ignorante por otra parte-, el enemigo pretende con esa acusación dar una imagen de uno que normalmente tiene bastante poco que ver con la realidad, aunque claro, tampoco se trata de ser veraz. Y es que uno puede ser más o menos simpático, agradable, radical o lo que sea, pero por ser esa su personalidad, no porque sea “lefebvrista” o deje de serlo. ¿Qué tiene que ver la velocidad con el tocino?
Uno puede ser ateo o agnóstico, ser un asiduo de la cartomancia o del orientalismo, creer en los extraterrestres o ser de los “hare krisna”; es más, todo eso incluso puede quedar simpático o curioso y ser una muestra de tolerancia; ahora ¿ser católico? No; si uno es católico inevitablemente es un integrista (salvo que alegue la coletilla de “no practicante”, que es la modalidad moderna de católico que le permite a uno no ser estigmatizado y ser visto de una manera más tolerante). Bueno, la verdad es que se admite alguna excepción: si uno admira a los “teólogos de la liberación” –sandinistas, por ejemplo-, o frecuenta la pseudoparroquia madrileña de San Carlos Borromeo (esa en la que se consagran –es un decir- rosquillas –turrón por Navidad- y en la que no sólo se leen pasajes de la Santa Biblia, sino también del Corán y de lo que haga falta), entonces sí se le tolera, porque claro, eso siempre resulta progre. Pero ¿admirar a Ms. Lefebvre? ¡¡¡Ahhhh!!! ¡¡¡Sea anatema!!!
Lo siento, soy “políticamente incorrecto”; no soy ateo, ni agnóstico, ni practico el orientalismo; soy eso que impropiamente se denomina, normalmente con ánimo de descalificar, un “lefebvrista”. Y vuelvo a preguntar a los ocasionales acusadores: ¿y qué? ¿Es eso malo? ¿Me inhabilita para algún trabajo o para ejercer algún cargo o función? ¿Supone acaso que mi rendimiento sea menor en alguna de mis labores o que no las pueda realizar adecuadamente? ¿Soy peor que otras personas por ser “lefebvrista”? ¿Acaso se supone que deba sentirme insultado o avergonzado ante tal acusación? ¿Por qué nadie tiene que ofenderse o ser inhabilitado por ser agnóstico, ateo o cualquier otra cosa, y en cambio sí parece que deba ser problemático el ser “lefebvrista”?
He de reconocer que a lo largo de mi vida profesional, política, sindical, etc., nunca he tenido problema alguno –digno de tal nombre- por ese motivo. Algún problema sí es verdad que ha intentado buscarme alguna persona empeñada en hacerme daño –obviamente sin resultado, ya que la cosa no da para mucho-, pero por más que intento darle vueltas a la acusación, sigo sin entender su fundamento…
Y el caso es que los católicos no tenemos más remedio que acostumbrarnos a estas cosas y a otras mucho peores. Y si se es “lefebvrista”, aún con más razón. ¡¡¡Y luego hablan de la Inquisición!!!
Pues bien, cuando uno tiene unas convicciones –sean las que fueren-, tiene que asumir que sus enemigos intenten atacarle por ahí. Los rivales siempre critican las cosas que uno hace o propone por sus resultados o expectativas, ofreciendo alternativas que consideran mejores; el rival es honesto y va de frente, no interesándole las cuestiones personales o las creencias del otro (salvo en lo que puedan afectar en algo a la materia que sí importa). El enemigo en cambio no está interesado en la crítica constructiva, sino sólo en hacer daño, y si puede dar un golpe bajo, no cabe duda de que lo dará. Por eso la coquilla se hace imprescindible cuando uno tiene un enemigo de estos enfrente. Y es que el enemigo muchas veces ni siquiera se busca; en ocasiones simplemente aparece, y lo que busca en uno es descargar sus frustraciones y complejos personales (y es que el enemigo no buscado –no así el rival- siempre suele serlo por culpa de esos complejos -de inferioridad, físicos, etc.- y esas frustraciones). La vida es así, qué le vamos a hacer.
Pues bien, para quienes somos etiquetados –artificialmente, lo repito y no precisamente por vergüenza- como “lefebvristas”, el que se arremeta contra nosotros precisamente a causa de nuestra fe (católica y nada más; católica tradicional si se quiere, aunque eso sea necesariamente una redundancia) es algo ante lo que debemos estar preparados. Los católicos estamos acostumbrados a persecuciones mucho más serias que esa a lo largo de la Historia, incluso al martirio por dar testimonio de la fe, y por ello la simple acusación de “lefebvrista” resulta tan poca cosa que uno no puede sino sonreír… Yo no me siento ofendido, sino más bien todo lo contrario (para mí ser lo que ellos llaman “lefebvrista” es, si acaso, un honor), pero lo más curioso es que esa acusación el enemigo supone que uno debería interpretarla como ofensiva; como si uno debiera sentirse atacado en su dignidad o no sé muy bien en qué… ¡Es como si uno debiera considerarse insultado!
En la acusación de “lefebvrista” pretende el enemigo situarle a uno en una postura radical, integrista, herética, sectaria, antipapal, inquisitorial, intolerante, fanática, “carca”, arrogante, antipática incluso. No sé muy bien obedeciendo a qué lógica –bastante irracional e ignorante por otra parte-, el enemigo pretende con esa acusación dar una imagen de uno que normalmente tiene bastante poco que ver con la realidad, aunque claro, tampoco se trata de ser veraz. Y es que uno puede ser más o menos simpático, agradable, radical o lo que sea, pero por ser esa su personalidad, no porque sea “lefebvrista” o deje de serlo. ¿Qué tiene que ver la velocidad con el tocino?
Uno puede ser ateo o agnóstico, ser un asiduo de la cartomancia o del orientalismo, creer en los extraterrestres o ser de los “hare krisna”; es más, todo eso incluso puede quedar simpático o curioso y ser una muestra de tolerancia; ahora ¿ser católico? No; si uno es católico inevitablemente es un integrista (salvo que alegue la coletilla de “no practicante”, que es la modalidad moderna de católico que le permite a uno no ser estigmatizado y ser visto de una manera más tolerante). Bueno, la verdad es que se admite alguna excepción: si uno admira a los “teólogos de la liberación” –sandinistas, por ejemplo-, o frecuenta la pseudoparroquia madrileña de San Carlos Borromeo (esa en la que se consagran –es un decir- rosquillas –turrón por Navidad- y en la que no sólo se leen pasajes de la Santa Biblia, sino también del Corán y de lo que haga falta), entonces sí se le tolera, porque claro, eso siempre resulta progre. Pero ¿admirar a Ms. Lefebvre? ¡¡¡Ahhhh!!! ¡¡¡Sea anatema!!!
Lo siento, soy “políticamente incorrecto”; no soy ateo, ni agnóstico, ni practico el orientalismo; soy eso que impropiamente se denomina, normalmente con ánimo de descalificar, un “lefebvrista”. Y vuelvo a preguntar a los ocasionales acusadores: ¿y qué? ¿Es eso malo? ¿Me inhabilita para algún trabajo o para ejercer algún cargo o función? ¿Supone acaso que mi rendimiento sea menor en alguna de mis labores o que no las pueda realizar adecuadamente? ¿Soy peor que otras personas por ser “lefebvrista”? ¿Acaso se supone que deba sentirme insultado o avergonzado ante tal acusación? ¿Por qué nadie tiene que ofenderse o ser inhabilitado por ser agnóstico, ateo o cualquier otra cosa, y en cambio sí parece que deba ser problemático el ser “lefebvrista”?
He de reconocer que a lo largo de mi vida profesional, política, sindical, etc., nunca he tenido problema alguno –digno de tal nombre- por ese motivo. Algún problema sí es verdad que ha intentado buscarme alguna persona empeñada en hacerme daño –obviamente sin resultado, ya que la cosa no da para mucho-, pero por más que intento darle vueltas a la acusación, sigo sin entender su fundamento…
Y el caso es que los católicos no tenemos más remedio que acostumbrarnos a estas cosas y a otras mucho peores. Y si se es “lefebvrista”, aún con más razón. ¡¡¡Y luego hablan de la Inquisición!!!